Los azotes divinos tienen como propósito llevarnos a Dios. En tanto a que es Dios el que nos hiere, también de Él viene nuestra sanidad. En efecto, los golpes de su mano buscan romper en nosotros todo aquello que nos separa de Él, que es lo mismo que decir, que nos separan de nuestro supremo bien. El problema es que, en ocasiones, cuando Dios quebranta nuestras fuerzas, huimos despavoridos para escondernos bajo la sombra de Egipto, para refugiarnos bajo la cubierta del Faraón (Is.30:1-3). ¿Cuántos no son los creyentes que buscan aplacar sus angustias en las cisternas rotas del consumismo, del ocio, medicación, trabajo o familia? En vez de correr a Aquel en quien hay sanidad, actúan como hijos rebeldes a su disciplina.

Amados hermanos, seamos sabios. Cuando Dios nos priva de lo que amamos, cuando Él permite que afloren nuestras debilidades y pecados, no demos coces ni huyamos a Egipto. Antes, aprendamos a volvernos a Aquel que después de herir, sana, después de destruir, edifica, y después de matar, da vida.

Bienaventurado el pueblo que con mansedumbre se somete a los tratos divinos para llegar a la plena madurez, para ver cómo la soberbia da lugar a la paz que emana de un corazón humilde. Por lo tanto, hermano, aprovecha los buenos quebrantos de la mano del Padre para asirte más y más de Él. Como bien escribió William Cowper: “Detrás de una providencia de ceño fruncido Él esconde un rostro sonriente”.


Pedro Blois

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