
De todas las armas que nuestro enemigo entretiene en su arsenal, su favorita es la condenación. Es la que más utiliza, y la que mayor peligro conlleva para la vida del creyente.
Me gustaría que consideremos brevemente cómo defendernos de ella.
Como este ataque puede venir de distintos frentes, hacemos bien en discernir a qué clase de condenación nos referimos, para que seamos capaces de hacer el movimiento defensivo que corresponde.
En primer lugar, consideremos la condenación que tiene un argumento procedente, quiero decir, aquella que nos viene por un pecado consciente que hayamos cometido. Le hemos alzado la voz a nuestro cónyuge, o hemos faltado a la verdad en el trabajo, y nos sentimos condenados. ¿Qué hacer?
En semejante caso, hemos de diferenciar la obra del Espíritu Santo convenciéndonos de pecado, de la obra de condenación del Diablo. La primera promueve en nosotros dulzura de corazón y un movimiento en dirección a Dios. No niego que haya compunción de espíritu y un sentimiento de repulsa al pecado, pero es un sentimiento que termina por hacernos volver a Dios con un espíritu afable y obediente.
La segunda aumenta la frustración, y nos mueve a una rebelión aún peor que el pecado por el que se nos condena. La condenación de Satanás apela a nuestro orgullo, haciendo que nos enfademos con nosotros mismos por el daño que el pecado ocasiona a nuestro nombre y reputación. No quiero decir que seamos conscientes de que esto es lo que nos sucede, pero ciertamente lo es.
Al ser condenados por un pecado procedente, debemos primero confesar nuestro pecado a Dios, y si corresponde, a nuestro prójimo – “hablé mal con mi esposa”, o “mentí en el trabajo”. Además, debemos ejercitar la fe en la eficacia de la sangre de Jesucristo para perdonarnos de todo pecado y limpiarnos de toda maldad (Mt.6:12; 1 Jn.1:9). Esa es la promesa del Padre y Él es fiel.
En segundo lugar, consideremos la condenación improcedente, aquella que no tiene un pecado consciente que la justifique. Este tipo de condenación descansa en que el creyente todavía no es lo que debería ser, y el Diablo le inculca un sentimiento difuso de que es deficiente, de que no da la talla, y eso aunque no haya un pecado consciente por el que arrepentirse. ¿Qué hacer en semejante caso?
Lo primero que debemos hacer es aceptar y reconocer con naturalidad, aunque en ocasiones con un sentido de agonía y esperanza, que no somos lo que deberíamos ser, que todavía hay mucho pecado que debe ser quitado de nuestras vidas, que tenemos mucho por crecer en santidad (Rm.7:24-25). La santificación es un proceso gradual que lleva toda la vida y debemos aceptarlo como tal.
A partir de ahí, hemos de sabernos vestidos del manto de la perfecta justicia de Jesucristo. Es a través de esta obediencia perfecta que el Padre nos ve, y nosotros también deberíamos vernos vestidos de ella (Rm. 5:1; 8:1).
En tercer lugar, consideremos la condenación por pecados de antaño. Muchas veces Satanás trae a nuestra memoria pecados del pasado de los que ya nos hemos arrepentido, pero que al venir a la mente nuevamente, lo hacen con el peso de la condenación que nos quiere derribar.
En este último caso, además de aplicar los remedios que ya hemos citado anteriormente, puede ser conveniente confesar nuestros pecados a hermanos maduros en la fe para que colaboren con nosotros en la batalla. Este es un procedimiento importante para la sanidad del alma (Stg.5:16).
Pedro Blois